Fray Casiano María de Madrid, cuyo nombre de pila era Juan Morera Coll, fue un español nacido en la capital ibérica, el 20 de octubre de 1893. Sus padres fueron doña María Coll Audini, modistilla y cantante, y Juan Morera Calafi, un joyero catalán. A la corta edad de seis años, y debido a una casi natural inclinación de su espíritu, el pequeño Juan entró en contacto con la vida monástica de Cataluña, de donde eran originarios sus progenitores y, poco a poco, fue sintiendo en su mente y en su corazón el llamado divino para que realizara una gran obra en beneficio de los más necesitados.
Conducido de esta manera por la Voluntad Divina, renunció al mundo y vistió por primera vez los hábitos de los Hermanos Capuchinos a la edad de veinte años; no obstante, la paz y el ambiente plagado de misticismo del monasterio no le llenaban a plenitud su espíritu, pues este sentía en su fuero interno una energía inexplicable que lo impulsaba a realizar aquello que gravitaba desde tiempo atrás en su ser, aunque aún no lograba visualizarlo ni definirlo. Mas de pronto y sin esperarlo llegó la gran orden… el gran llamado: debía trasladarse al continente americano para colaborar allende del mar con la acción misionera y catequizadora que la Iglesia había iniciado desde finales del siglo XVI en el Nuevo Mundo.
De esta manera, y con la confianza siempre puesta en que Dios es la luz y el camino, Fray Casiano llegó primero a Panamá y luego, por los ininteligibles designios de lo Alto, fue trasladado a Costa Rica y, ya aquí, fue escogido para que sirviera como hermano lego en la Parroquia del entonces lejano puerto de Puntarenas.
Una vez en Puntarenas, Fray Casiano comenzó a impregnarse de una inefable problemática social, inimaginada por él hasta este momento. Un grueso conglomerado de seres humanos vivía y buscaba su alimento cotidiano en las candentes arenas de aquella lengüeta; sin embargo, la excesiva pobreza, las marcadas diferencias sociales, el desempleo, las limitaciones de estudio, la ausencia de integración familiar, la prostitución, el alcoholismo, el juego y, en definitiva, la vida licenciosa y desenfrenada de un puerto, estaban menoscabando las estructuras sociales y el progreso de las clases menos favorecidas económicamente. Pero, según lo constató el mismo Fray Casiano, quienes sufrían más las consecuencias de toda aquella descomposición social eran las decenas de niños que bullían por todas las callejas arenosas: harapientos, desnutridos, maltratados y abusados.
Se percató de pronto, aquel hermano lego, de que aquí estaba presentándosele la posibilidad de realizar aquella gran obra para la que había sentido, desde mucho tiempo atrás, el llamado de Dios. Lo impulsaron a hacerlo el hermano Fray Agapito de Olot y el segundo Arzobispo de Costa Rica, Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez. Y fue de esta manera, como Fray Casiano comenzó a deambular por toda la ciudad de Puntarenas invitando a los niños menesterosos a un bocado de comida. Incontables preocupaciones tuvo el fraile para conseguir el alimento necesario y, de esta manera, saciar un poco el hambre de sus primeros comensales: unas veces recurría a ciertas familias que lo ayudaban; otras, visitaba las tiendas para ver si allí encontraba alguna forma de que le proporcionaran lo que necesitaba. La fama de que un santo varón había llegado a Puntarenas y empezaba a preocuparse por la niñez desvalida comenzó a propagarse rápidamente por toda la flecha de arenosa.
Fray Casiano no tenía ningún bien propio, la regla de su Orden se lo impedía, mas nunca le faltó el alimento para aquellos primeros niños a los que había invitado a su mesa. No obstante, conforme pasaban los días, el número de aquellos pequeños desvalidos crecía y con este incremento, también aumentaban las necesidades de Fray. Esto lo hizo vislumbrar en el horizonte, al igual que la agonizante luz crepuscular que anuncia que luego vendrá un nuevo día, la posibilidad de construir, no una casa ni un albergue, sino un hogar para tantísimo pequeño desamparado: las dificultades se presentaban como infranqueables para lograr aquel cometido, pero la fe que tenía Fray Casiano en la Divina Providencia era inmensamente profunda, su extremada certeza en que «Dios proveerá» resultaba tan inobjetable, que toda la comunidad porteña puso su grano de arena y finalmente, justo en la Punta, donde el sol candente disminuye su calor para retomar fuerzas y alumbrar con mayor energía a la mañana siguiente, allí levantó su hogar Fray Casiano, y como un hogar sin madre no se concibe, invocó al Cielo y puso su obra bajo el amparo y la protección de quien había sido la consoladora de todas sus penas: nuestra Señora de Montserrat.
Pero el Hogar Montserrat no fue el término de la obra casiana, sino que significó para el fraile la multiplicación de sus angustias y, quizás, para la comunidad porteña, la manifestación más clara de su santidad.
El Hogar Montserrat llegó a albergar entre sus desvencijadas paredes centenares de niños que allí encontraron, no solo el pan que alimentó sus cuerpos, sino la mano paternal que se posó sobre sus cabezas, la palabra enérgica pero amorosa y el consejo divino, sabio y orientador, que serviría a lo largo del tiempo, como la senda por las que aquellos pequeños caminarían el resto de sus vidas. Fue en este Hogar Montserrat donde Fray Casiano tuvo sus mayores e indescriptibles alegrías, al ver a sus protegidos crecer y desarrollarse a plenitud, tanto en cuerpo como en espíritu; pero fue también en este Hogar donde el fraile español tuvo sus más grandes penas y sufrimientos. Unas causadas por las preocupaciones cotidianas —la alimentación y la vestimenta de sus niños— y otros provocados, muchas veces, por las incomprensiones, tan inherentes a todo grupo humano.
Fue también en este Hogar Montserrat donde la Divina Providencia se manifestó de forma palpable, a tal punto, que ningún puntarenense de aquella época, tuvo el más pequeño atisbo de duda acerca de la santidad de Fray Casiano. Resultan incalculables las noches en que aquel hermano capuchino, en vigilia permanente y en constante diálogo con Dios, hincado en su reclinatorio pedía al Altísimo el milagro, pues cuando el nuevo día llegara, las alacenas estaban vacías, las mesas desocupadas y sus niños se levantarían, sin mayor inquietud, a buscar el alimento que saciara su hambre infantil. Y Dios nunca se hizo esperar y los milagros ocurrieron día tras día, hora tras hora, momento tras momento, a veces en la madrugada llegaban los peces recién sacados de las profundidades marinas, las bolsas de pan recién horneado, los sacos de arroz y de frijoles o algunas bolsas llenas de verduras y carne. «¡Ven m’hijitos, se los dije, Dios proveerá!» Y sus ojos, humedecidos y gastados, en señal de gratitud, se elevaban al cielo.
Como señala fray Francisco Matamoros Castro, quien integró la Congregación de los Hermanos Terciarios de Cristo Obrero, fundada por el mismo Fray Casiano, el fraile español fue como un espejo que reflejó humildad, espiritualidad y amor al prójimo; pero, sobre todo, se convirtió en el fiel reflejo de la Divina Providencia al compartir su pan y su vestido con los que más lo necesitaban. Por eso, el día de su fallecimiento, ocurrido el 28 de junio de 1965, los periódicos nacionales titularon la noticia indicando «Un santo de los pobres ha muerto». En realidad, Fray Casiano aquí no se guardó nada para sí, aunque, indiscutiblemente, con sus obras y sus méritos se preparó una economía de salvación en el cielo.
El día de su funeral, el pueblo puntarenense, lleno de dolor, se aglomeró por toda la avenida principal de la ciudad para presenciar el cortejo fúnebre y darle su último adiós a aquel hombre santo, cuya lucha incansable por los más desvalidos y necesitados había dejado una estela tras de sí, que ni las arenas del tiempo ni las tibias aguas del océano lograrían borrar.
Manuel Antonio Alvarado Murillo.
Compilador y redactor de la Biografía.
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